LA GESTIÓN ÉTICA EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA: BASE FUNDAMENTAL PARA LA GERENCIA ÉTICA DEL DESARROLLO
Cristina Seijo SuárezUniversidad Rafael Belloso Chacíncristinaseijoa@hotmail.com.Noel Añez TelleríaUniversidad Rafael Belloso Chacínnanezt@cantv.net. RESUMEN La Administración pública se enfrenta en la actualidad a un reto capital: responder a las demandas sociales con eficacia, manteniendo unos mínimos niveles de calidad en un contexto de creciente servicio a la gente. No obstante, en el seno de las organizaciones […]

Cristina Seijo Suárez
Universidad Rafael Belloso Chacín
cristinaseijoa@hotmail.com.
Noel Añez Tellería
Universidad Rafael Belloso Chacín
nanezt@cantv.net.
RESUMEN
La Administración pública se enfrenta en la actualidad a un reto capital: responder a las demandas sociales con eficacia, manteniendo unos mínimos niveles de calidad en un contexto de creciente servicio a la gente. No obstante, en el seno de las organizaciones humanas se hace necesaria la recuperación de los valores éticos como referentes de su actuación. Las estructuras económicas y políticas son instrumentos al servicio del hombre, como también la Administración Pública debe promover los derechos fundamentales y hacer posible un ambiente de calidad y eficacia en el marco de la legalidad y del servicio público. Cuando se pierde de vista el carácter instrumental de las instituciones y los únicos aspectos que sobresalen son los mercantiles, entonces la lucha por los derechos fundamentales del hombre no puede menos que experimentar un claro retroceso. En virtud de tales reflexiones la motivación de la presente investigación, la cual realiza una discusión sobre la actuación ética en el ámbito público, destacando el papel que debe ejercer la gerencia ética del desarrollo como un enfoque alternativo que trata de orientar las estrategias y las políticas de desarrollo, enfatizando que el fin del desarrollo es la gente.
1. Modificaciones acontecidas en el ámbito de la administración pública: Principios esenciales de la Gestión Ética
Los cambios políticos, entre los que destaca la implantación generalizada de sistemas democráticos, los cambios económicos, principalmente la austeridad en el gasto público impuesta por la crisis fiscal del Estado Social, y los cambios en la forma de gestión del sector público, mediante la importación de técnicas desde el management privado y la devolución de actividades hasta ahora públicas a la sociedad civil. A éstos deben añadirse los cambios tecnológicos que han revolucionado los instrumentos de gestión, todos estos cambios han influido sobre el funcionamiento de la Administración y el comportamiento de los propios funcionarios. (Jozami, 1999).
En este sentido, los principios de ética pública deben ser positivos y capaces de atraer al servicio público a personas con vocación para gestionar lo colectivo, los mismos pertenecen al sentido común y traen su causa de las exigencias del servicio público.
– Los procesos selectivos para el ingreso en la función pública deben estar anclados en el principio del mérito y la capacidad, y no sólo el ingreso sino la carrera en el ámbito de la función pública.
– La formación continuada que se debe proporcionar a los funcionarios públicos ha de ir dirigida, entre otras cosas, a transmitir la idea que el trabajo al servicio del sector público debe realizarse con perfección, sobre todo porque se trata de labores realizadas en beneficio de “otros”.
– La llamada gestión de personal y las relaciones humanas en la Administración pública deben estar presididas por el buen tono y una educación esmerada. El clima y el ambiente laboral ha de ser positivo y los funcionarios deben esforzarse por vivir cotidianamente ese espíritu de servicio a la colectividad que justifica la propia existencia de la administración pública.
– La actitud de servicio y de interés hacia lo colectivo debe ser el elemento más importante de esta cultura administrativa. La mentalidad y el talante de servicio, se encuentran en la raíz de todas las consideraciones sobre la ética pública y explica, por si mismo, la importancia del trabajo administrativo.
– Constituye un importante valor deontológico potenciar el sano orgullo que provoca la identificación del funcionario con los fines del organismo público en el que trabaja. Se trata de la lealtad institucional, que constituye un elemento capital y una obligación central de una gestión pública que aspira al mantenimiento de comportamientos éticos.
– La formación en ética debe ser un ingrediente imprescindible en los planes de formación para funcionarios públicos. Además deben buscarse fórmulas educativas que hagan posible que esta disciplina se imparta en los programas docentes previos al acceso a la función pública. Asimismo, debe estar presente en la formación continua del funcionario. En la enseñanza de la Ética pública debe tenerse presente que los conocimientos teóricos de nada sirven si no se interiorizan en la praxis del empleado público.
– El comportamiento ético debe llevar al funcionario público a la búsqueda de las fórmulas más eficientes y económicas para llevar a cabo su tarea.
– La actuación pública debe estar guiada por los principios de igualdad y no discriminación. Además la actuación conforme al interés público debe ser lo “normal” sin que sea moral recibir retribuciones distintas a la oficial que se percibe en el organismo en que se trabaja.
– El funcionario debe actuar siempre como servidor público y no debe transmitir información privilegiada o confidencial. El funcionario, como cualquier otro profesional, debe guardar el silencio de oficio.
– El interés colectivo en el Estado social y democrático de Derecho se encuentra en facilitar a los ciudadanos un conjunto de condiciones que haga posible su perfeccionamiento integral y les permitan un ejercicio efectivo de todos sus derechos fundamentales. Por tanto, los funcionarios deben ser conscientes de esa función promocional de los poderes públicos y actuar en consecuencia.
En este sentido, plantea Rajland (1999), que en cualquier caso, la formulación que se debe dar en estos tiempos a la ética no puede consistir tan sólo en enunciar valores deseables o atribuirles características ideales a los profesionales, bien sea éstos directivos o no, sino, por el contrario, se debe ser capaz de situar de manera práctica y efectiva, en los procesos de fijación de metas y objetivos, y desde allí impregnar toda la cultura de la organización para que sea compartida por todos los miembros de la misma y sirva de punto de referencia obligado para llevar adelante la gestión cotidiana.
Las administraciones públicas deberán fomentar modelos de conducta que integren los valores éticos del servicio público en la actuación profesional y en las relaciones de los empleados públicos con los ciudadanos, contemplando una serie de valores éticos que han de guiar la actuación profesional de los empleados públicos: voluntad de servicio al ciudadano, eficaz utilización de los medios públicos, ejercicio indelegable de la responsabilidad, lealtad a la organización, búsqueda de la objetividad e imparcialidad administrativa, perfeccionamiento técnico y profesional, entre otros.
La ética pública supone la enseñanza de un conjunto de conocimientos que deben convertirse en un hábito para el funcionario. No se trata de transmitir ideas tan interesantes como la lealtad institucional, el principio de igualdad, la transparencia, el uso racional de los recursos, la promoción de los derechos fundamentales de los ciudadanos, entre otros. Es imprescindible que la actividad del funcionario esté presidida por un conjunto de valores humanos que están inseparablemente unidos a la idea del servicio y que, facilitan la idea de sensibilidad ante lo público, entre lo cual se podría destacar la solidaridad, la magnanimidad o la modestia, entre otras.
En virtud de lo anteriormente planteado, se hace necesario que sean los propios empleados públicos los que deben asumir internamente los principios éticos y aplicarlos a su actuación profesional y a sus relaciones con los ciudadanos. (Sosa, 2002).
2. El papel de la administración pública en las sociedades democráticas
La Administración pública presta servicio a la sociedad y es ésta su verdadera razón de ser, es decir, atender los intereses y derechos de los ciudadanos y los diferentes grupos que la componen, buscando asimismo el equilibrio de todos ellos, compatible con los principios de legalidad, eficacia y eficiencia. Como consecuencia, la organización debe orientar sus procesos a satisfacer las necesidades y expectativas de los ciudadanos.
Dicho enfoque de Administración con sensibilidad pública y orientada al ciudadano, implica la consideración de éste como razón de ser de aquella, y mucho más que un cliente repleto de derechos y árbitro de la calidad del servicio. Según Gauss (1998), una teoría de la Administración pública debe implicar una teoría política, y es que la Administración pública es, por supuesto, una institución prestadora de servicios al ciudadano y a la sociedad en su conjunto.
El ciudadano, en el marco de un interés colectivo, es el principio y el fin de toda la actividad administrativa y, por ello, debe ser considerado cliente (en su doble vertiente: como demandante o potencial destinatario o receptor de dichos servicios y como contribuyente a la financiación de los servicios públicos) y, como tal, repleto de derechos individuales, compatibles con los colectivos y generales de toda la sociedad.
De esta forma, la gestión pública debe orientarse a ofrecer un servicio de calidad al ciudadano, a cumplir sus necesidades y expectativas presentes y prever las potenciales o latentes que pudieran surgir en el futuro. Dicha orientación debe buscar el equilibrio de intereses de todos los grupos que integran la sociedad, buscando la optimización de su función de servicio público y diseñando sus procesos con tal objetivo.
Al mismo tiempo, la gestión de la administración debe responsabilizarse en la inversión de los fondos públicos, conjugando eficacia y eficiencia con los principios de legalidad, empleando instrumentos adecuados para la gestión, tanto de su talento humano como de los diversos recursos, incluyendo la gestión del conocimiento.
La administración y los poderes públicos son el instrumento de coordinación y control de la actividad social en aras de la obtención de un bien colectivo (Baena, 1998). Para ello, la propia sociedad se dota de un conjunto de instituciones y organizaciones. Asimismo, en la consecución de dichos objetivos sociales, la sociedad otorga a la administración pública la potestad de ejercer un poder coercitivo sobre sus miembros, que supone las siguientes implicaciones (Mendoza, 2004):
– La administración pública desempeña una serie de funciones que no le son propias como organización, en la medida en que constituyen necesidades públicas definidas por la Constitución, las leyes y el proceso político.
– Las administraciones públicas son poderes públicos, que ejercen la autoridad conferida por la sociedad a través de políticas públicas y la creación y administración de regulaciones.
– El poder de la administración pública es un poder limitado, encontrándose sometidas al principio de legalidad, principio éste aplicable tanto al alcance del poder coercitivo otorgado por la sociedad como el ámbito de su actuación, estrictamente en aquellos aspectos de interés público.
– Existen dos fuentes de legitimación en el seno de la Administración pública: la legitimidad del gobierno por parte del parlamento elegido por los ciudadanos, y la legitimidad de la Administración, como instrumento profesional al servicio de un programa de gobierno, basada esta última en el principio constitucional del mérito.
La profesionalización de la administración y de los servidores públicos, conlleva la instauración legal de una burocracia con suficientes garantías de independencia de juicio y de acción al servicio de la defensa de los valores superiores del ordenamiento jurídico. Entre dichas garantías resulta fundamental la permanencia en el empleo y el acceso basado en la selección en función de los méritos y capacidades.
Dicha profesionalización tiene las siguientes implicaciones (Barcelay, 1992; Garrido Falla, 1985; Goodnow, 1900; Rohr, 1986; Terry, 1999; Vitoria, 1996):
1. La administración y la burocracia tiene su principal razón de ser en el sostenimiento y preservación de los principios constitucionales de las democracias.
2. La administración debe ejecutar imparcialmente la ley. La gestión pública realizada por la esfera de la administración debe aceptar la politización del marco en el que se desarrolla, y por tanto, la burocracia debe ocupar un papel subordinado, pero autónomo, con respecto a otras instituciones democráticas y procesos de la esfera política. Los empleados públicos se centran en la ejecución y sus valores fundamentales son la jerarquía, eficiencia, imparcialidad y la búsqueda de la verdad.
3. A pesar de dicha relación de subordinación autónoma, los funcionarios tienen el derecho legítimo y el deber, amparado por la Constitución, de controlar el poder de los líderes políticos electos.
4. La administración o burocracia, aunque no es electa, tiene una labor de representación de la sociedad. Labor ésta que debe ejercer a través de su constante participación en los procesos de toma de decisiones, así como en el ejercicio de su obligación de asegurar que en las opciones de políticas se produce una razonada deliberación por parte de todos los implicados.
5. Dado que la burocracia o administración no sólo ejerce labores administrativas, sino que también, de forma delegada y subordinada, poderes cuasilegislativos y cuasijudiciales, es fundamental garantizar su permanencia y estabilidad en aras a garantizar la imparcialidad en la aplicación de las leyes.
6. La gestión pública debe mantener un funcionamiento eficaz y eficiente del apartado administrativo, pero, además, debe colocar énfasis en la calidad del servicio y la capacidad de aportación de valor al ciudadano-cliente, a la vez que la necesaria objetividad e imparcialidad independientemente de partidos y políticas concretas.
En virtud que la capacidad de actuación de la administración es limitada en lo que a recursos se refiere, no todas las necesidades sociales se convierten en problemas públicos cuya solución es afrontada por le Gobierno (Subirats, 1989). Así la definición de cuáles son los problemas públicos a solucionar se convierte en un escenario de conflicto en el que compiten los distintos agentes claves o grupos de interés, tanto sociales como públicos, para la fijación de las prioridades de actuación públicas (Meny y Thoening, 1992).
3. Gerencia Ética para el Desarrollo: Base fundamental para el enfoque humano.
Desde el momento en que se produjo el derrumbe del mito según el cual, el crecimiento económico conducía de modo necesario al desarrollo social y coincidentemente con la convergencia de resultados de líneas de pensamiento, que han sido críticas del colonialismo y la miseria en las regiones pobres del mundo, se ha venido fortaleciendo una visión ética de los problemas del desarrollo. Ferrer (2004).
Según Velásquez (2006), el crecimiento económico y desarrollo humano en Venezuela muestra que el crecimiento apoya el proceso de desarrollo y éste último, a su vez, le imprime fluidez y eficiencia al primero. Por tal motivo, la estrategia de desarrollo nacional debe estimular la recuperación del crecimiento económico sostenido, como instrumento necesario, aunque no suficiente, para mejorar el desarrollo humano y disminuir la tasa de pobreza.
En este mismo orden de ideas, el desarrollo humano es un enfoque alternativo que trata de orientar las estrategias y las políticas de desarrollo, enfatizando que el fin del desarrollo es la gente. Las oportunidades que valoran los seres humanos son infinitas y cambian a través del tiempo. Sin embargo, independientemente del nivel de desarrollo que tenga un país las tres oportunidades esenciales para la gente son: a) disfrutar de una vida prolongada y saludable; b) adquirir conocimientos; y c) tener acceso a recursos e ingresos suficientes para mantener un nivel de vida decente. Así el objetivo básico del desarrollo humano es el de generar un ambiente adecuado para que los seres humanos disfruten de una vida prolongada, saludable y creativa.
Los aportes recientes de Sen (2002) destacan el papel de las libertades en el proceso de desarrollo, éste se concibe como: “…. un proceso de expansión de las libertades reales de que disfrutan los individuos. En este enfoque se considera que la expansión de la libertad es 1) el fin primordial y 2) medio principal de desarrollo… Desde este punto de vista el desarrollo es el proceso de expansión de las libertades humanas, y su evaluación ha de inspirarse en esta consideración”.
En este sentido, Velásquez (2006) plantea que puede ocurrir que el crecimiento económico no genere oportunamente suficientes empleos bien remunerados, no promueva mayor equidad en la distribución del ingreso y reducción de la pobreza, no aumente la participación y la democracia, promueva la pérdida de identidad y discriminación cultural, promueva la destrucción de los recursos y el deterioro del ambiente poniendo en peligro el desarrollo humano de generaciones futuras.
Asimismo, esto lleva a anticipar que un país con rápido crecimiento económico y lento desarrollo humano no logrará mantener su nivel de actividad económica y acelerar su desarrollo humano. De manera que, el diseño de política económica debe ocurrir en un contexto de consistencia temporal y sostenibilidad.
Según Sen (1998), cabe preguntar si el hecho de reconocer la importancia del “capital humano” ayudará a comprender la relevancia de los seres humanos en el proceso de desarrollo. En este orden de ideas, si en última instancia se considerara el desarrollo como la ampliación de la capacidad de la población para realizar actividades elegidas (libremente) y valoradas, sería del todo inapropiado ensalzar los seres humanos como “instrumentos” del desarrollo económico.
En consecuencia, la ampliación de la capacidad del ser humano reviste a la vez una importancia directa e indirecta para la consecución del desarrollo. Indirectamente, tal ampliación permitiría estimular la productividad, elevar el crecimiento económico, ampliar las prioridades del desarrollo, y contribuiría razonablemente a controlar el cambio demográfico; directamente, afectaría el ámbito de las libertades humanas, el bienestar social y la calidad de vida tanto por sus valores intrínsecos como por su condición de elemento constitutivo de las mismas.
No obstante, la interpretación tradicional del concepto de “capital humano” tiende a concentrarse en la segunda función que desempeña la ampliación de las capacidades del ser humano, es decir, la de generar ingresos. Y aunque este aspecto no deja de ser importante, a los ingresos, se habrá de añadir los beneficios y ventajas de tipo “directo” o primario. Dicha ampliación es de naturaleza adicional y acumulativa en vez de una alternativa a la actual noción de “capital humano”.
Asimismo, el proceso de desarrollo no es independiente de la ampliación de las capacidades del ser humano, dada la importancia de ésta última al nivel instrumental.
Entre los autores que sustentan la actual concepción de una Ética del Desarrollo o Ética para el Desarrollo se encuentra, Goulet (1995), Crocker (2001) y sobre todo Sen (2002), citados por Ferrer (2004), quienes han permitido llegar en la época actual a caracterizar la Ética del Desarrollo, como una reflexión sobre los fines y medios que acompañan los cambios socioeconómicos en los países por la búsqueda de calidad de vida.
Después de los antecedentes de esta línea, que fueron forjándose en contextos reales de pobreza y que se remontan a la década de los años sesenta, se ha producido un desplazamiento de las discusiones hacia la centralidad del desarrollo como asunto ético (Sen, 2002); problemática en la cual está involucrada no solamente la prosperidad material, sino también las posibilidades de cohesión social y de participación política.
Ahora bien, la complejidad de la problemática del desarrollo no puede ser abordada desde visiones interesadamente simplificadoras o reduccionismos sociales, o de reduccionismo ideológico que transforman la realidad en un esquema (Iglesias, 2001). Se hace necesario plantear con nuevo vigor en esta perspectiva, los problemas de una sociedad, a veces, sin horizonte social, temporal, ni ecológico, o del Estado y su papel compensador en una sociedad desigual.
En virtud de ello, nace la formación crítica de agentes de desarrollo y la promoción de actividades de colaboración entre colectivos comprometidos en tareas que permitan llegar a una propuesta de reflexión ética que, al tiempo que desmitifique el enfoque reduccionista, fomente un modelo de desarrollo que apunte a la sensatez por programas sociales y planes de reformas estructurales, por el cambio de actitud moral del ciudadano.
Refiere Martínez (2000), como el esfuerzo no se limita a la formación de programas y planes sociales, requiere discutir cómo se entiende el desarrollo. Tampoco se ciñe a la mera propuesta de un código ético, para ser aplicado de modo inmediato por los agentes sociales; sino que busca ofrecer una reflexión sobre el trasfondo ético que debe ser aclarado antes de la elaboración de códigos éticos concretos.
Por ello, después de ubicar la Ética para el desarrollo en el campo de las éticas aplicadas y de resaltar la importancia de conceptos claves sobre necesidades básicas, es necesario concentrarse en metas, formuladas en términos de valores y normas necesarias para la ejecución de tareas coherentes.
Así, la compleja interdependencia entre valores, instituciones y normas de comportamiento del ciudadano, así como entre la respectiva búsqueda de equidad en la distribución y para visualizar la interdependencia entre equidad y eficiencia, entre valores e instituciones. Por tanto, la falta de equidad en una esfera puede conducir a una pérdida de eficiencia y desigualdades en otras (Sen, 2002).
Asimismo, al promover una reflexión sobre los desafíos éticos del desarrollo, en especial los que plantea el nuevo orden económico que prevalece en nuestros días, se procura despertar la conciencia sobre un aspecto bastante olvidado en el debate contemporáneo: la dimensión moral que lo acontece (Sen, 2002). Esto significa que cuando se habla de los desafíos éticos, que plantea el proceso de desarrollo que está viviendo la humanidad en el orden político, económico y social, debe abocarse a examinar sobre la búsqueda de valores universales, desde una ética social.
Tal y como lo establece Elegido (1996), por lo general, la gente piensa en la ética en relación con las acciones individuales; pero existen dos razones de importancia en la vida cotidiana. En primer lugar, la postura ética de un individuo se ve afectada por la postura de sus grupos de referencia. En segundo lugar, los valores éticos institucionales influyen en modo considerable en su capacidad de desempeñarse de manera congruente. La raíz de la cuestión es, como ciertas responsabilidades individuales, derivan de la pertenencia de un individuo a cierta comunidad, y esas responsabilidades no existirían si tal individuo no perteneciera a ella.
En este sentido, tanto la familia, como las instituciones y organizaciones sociales viven en un reto permanente por sobrevivir. En las postrimerías de un milenio, todavía tenemos que discutir cuestiones esencialmente básicas para la convivencia social humana. La necesidad de un ejercicio ético se debate en los foros profesionales, empresariales y políticos. Muchos argumentos se levantan para justificar actitudes y comportamientos que dejan mucho que desear en los campos privado y público.
De todos modos la responsabilidad por el rescate de los valores y principios legítimos que pueden dar continuidad y prosperidad a nuestra civilización sigue siendo de cada individuo. Por eso no apelamos ya a la institucionalización de códigos de conducta moral desde los estamentos de poder, ni desde las oficinas ejecutivas de las grandes corporaciones.
La ética debe ser parte de la educación del individuo desde su infancia, reforzada especialmente por la educación familiar y formal. El desarrollo no se puede simular. En virtud de ello, existen leyes que lo determinan. Una de esas leyes es la llamada “ley de la cosecha”. Sea que resulte claro o no, usted cosecha lo que siembra. Por eso hay que reconocer que si se quiere una gerencia más íntegra, éticamente efectiva, hay que comenzar desde ahora a educar en los principios éticos a las próximas generaciones de gerentes.
FUENTE: ojs.urbe.edu